Isla (parte 8)



Capítulo 8

Cetros caminó entre la gente, atravesando uno de los puentes de piedra, que dejaban a la vista el vacío infinito de aquella estructura cilíndrica tan colosal. Nosotros, sintiéndonos como los más ignorantes del mundo, ante aquella nueva cultura, no nos separábamos de Cetros, y nos limitamos a escrutar, maravillados, la ciudad subterránea.
Era curioso observar como nadie reparaba en Cetros, al parecer el centauro se había paseado más de una vez por aquel lugar. Aunque más curioso aún era la forma en la que la gente nos miraba a Corcel y a mí: pues no expresaban miedo sus rostros, tampoco odio, simplemente curiosidad. Pero no una curiosidad alarmante que les hiciera pararse en seco y preguntarse ¿qué hacen aquí unos humanos? Era simplemente una mirada de reojo, nada más. Pensé que no éramos los únicos humanos de aquel lugar, pues estaban demasiado acostumbrados a nosotros.
Unos minutos después, nos detuvimos ante el umbral de una puerta. Estaba más decorada que el resto de las viviendas adosadas, con cortinas y adornos triviales en su dintel.
- Aquí vive el líder de esta gente. Quiero que lo conozcáis.

Tras decir aquellas firmes palabras, Cetros entro. Nosotros le seguimos, con recelo y temerosos.
En su interior encontramos una curiosa sala, pues aunque la estancia no era más grande que una habitación normal, el lujo que albergaba y los detallados grabados en las paredes la hacían parecer un palacio en miniatura.
Frente a nosotros había un trono, cubierto por telas de todos los colores, y sobre él, una de aquellas criaturas tan afines a nosotros. Tenía marcas en la cara, parecían tatuajes, la piel más azul de lo que recordaba y un oscuro cabello largo y trenzado. Aquellas enormes pupilas nos observaron con una expresión inhóspita y severa.
Comenzó a dirigirse a Cetros en una lengua incomprensible para mis oídos. El tono resultaba algo violento, no era nada bien lo que le estaba diciendo al centauro. Este último le respondió en la misma lengua, aunque más sereno.

Conversaron en aquella lengua arcaica largo tiempo, hasta que el fiero líder me preguntó:
- ¿Te llamas Glen Aura? –era sorprendente, también hablaba mi idioma.
- Así es… -respondí, intimidado por aquella voz tan ruda e imponente.
- Vaya… ¿y cómo has encontrado la isla?
- No la he encontrado, llegué aquí cuando mi barco naufragó. –repuse.
- Sin embargo, tu barco estaba buscando una isla.
- No entiendo lo que queréis decir.
- ¿Pensáis que vuestra hija puede caminar sobre las olas? Si la estabais buscando a ella por estas aguas, quiere decir que sospechabais que aterrizó en una isla.
Me quedé paralizado… ¿cómo sabia él de Sara? Me temblaban las piernas, sentía un escalofrío que me hizo tragar saliva. Nervioso e inseguro pregunté:
- ¿Cómo… sabéis vos… de la existencia de mi hija?
- “Sara Aura” es el nombre con el que se presentó la niña que, hace dos años, llegó a la costa tras un naufragio.
Me quedé mudo por un segundo.
- ¡¿Y qué le hicisteis?! – grité, colérico.
- Estúpido humano… - suspiró. – la acogimos entre los nuestros como a una más. Tu hija, por fortuna, aún no había sido corrompida por la sucia mugre que os caracteriza a vosotros los humanos.
- ¡¿Qué, sigue viva?! – sentí sobre mis hombros una montaña de felicidad, que inundó mi rostro con lágrimas.
- Aquí todos la conocen como la pequeña Aura. Y sí, está viva. – se levantó de su trono, revelando su imponente tamaño, era casi dos cabezas más grande que yo. Salió de morada, yo seguí sus pasos acérrimo a las consecuencias.
- ¡¡Nashlium, dile a Aura que se presente ante mí!! – gritó a viva voz, dirigiéndose a una de aquellas criaturas, que custodiaba la entrada a un recinto en la planta inferior del extremo opuesto. Esta, al oírlo, asintió con la cabeza.
El líder se volvió hacia mí y me dijo:
- Existen sesenta y nueve colonias como esta, repartidas por todo el mundo. Mi gente no necesita más que un espacio amplio bajo el suelo, para vivir feliz hasta el final de sus días. – No entendía del todo a donde quería llegar, también era difícil asimilar todo aquello, y más cuando una inmensa emoción me estaba consumiendo. Pero escuchar era lo mínimo que podía hacer por ese hombre, que salvó la vida de mi hija. – Lo que nos diferencia a los humanos y a nosotros, es que mi raza carece de ambiciones. Por ello, podemos vivir felices para siempre y con poco. Nacer sobre un pajar con una manzana, y morir sobre el mismo pajar con la misma manzana, y a pesar de eso, poder considerarnos los seres más felices de la Tierra a la hora de nuestra muerte. – la expresión de su rostro se volvió un tanto melancólica. – Me dais mucha pena, vosotros… una raza maldita, destinada a ambicionar sueños imposibles por los que matar y morir. Tarde o temprano os autodestruiréis.
Pero iré al grano, lo que quiero decir… es que, aunque sea la primera excepción en doscientos años, dejaré que te vayas de la isla con tu hija. Os facilitaré una embarcación y podréis iros de aquí.

Todo me parecía tan perfecto, tan irreal… que no pude evitar temerme una trampa, o al menos sospechar, pero no quería parecer descortés después de tan generoso gesto.
- Pero… ¿por qué? ¿cómo me hacéis merecedor de tan inmensa alegría?
- Tu hija… es un ser maravilloso, entrañable. Cuando llegó aquí no paraba de preguntar por su padre, y el que hayas estado dos años buscando aire en mitad del mar, delata tu pasión por ella. Os merecéis reanudar vuestras vidas.
En ese momento, noté como una mano me tiraba del pantalón. Y al girarme la vi a ella, mi hija, Sara. El motivo de mis desvelos durante dos años. Estaba mucho más alta, más guapa, vestida con las ropas típicas de aquellas gentes, que la hacían incluso más adorable de lo que yo la recordaba. Rompí a llorar y la abracé. Ella comenzó a gritar mi nombre, y me devolvió el abrazo con todas sus fuerzas.


Próximamente, la parte 9.

Isla (parte 7)



Capítulo 7

- Incautos, frágiles y egocéntricos humanos. Además sois incrédulos hasta de vuestros propios anhelos. ¿Tan patéticos sois? – dijo el cuadrúpedo.
- Es asombroso… -musité. Mientras el capitán yacía, al igual que yo, absorto en aquel horizonte de piedra.
- Y qué mejor vista que la de un paraíso perdido, para cerrar los ojos por última vez. –sentenció el centauro, abriendo lentamente las palmas de las manos, y con un desconcertante fulgor en sus ojos. Corcel y yo salimos de nuestro ensimismamiento ante aquel panorama.
Mi cuerpo se petrificó, como si mil cadenas estuviesen apretando con fuerza mis extremidades. Noté, ante aquel dolor por aplastamiento, como un líquido húmedo resbalaba por la comisura de mis labios.
La presión cada vez era mayor, sentía como si mis entrañas se estuviesen comprimiendo, como si mi último aliento estuviese a punto de escaparse.
Pero, contra todo pronóstico, la presión remitió, y en unos segundos desapareció aquella fuerza invisible que me aplastaba. Sin embargo, el dolor no se iría con la misma prisa.
- Tu nombre.- gruñó el centauro, con su mirada fija en mí.
- Glen… -tosí para poder continuar. –Glen Aura.
- Oh… ya veo. –rió.
En ese momento, el capitán Corcel cayó al suelo, de rodillas, abatido. Al parecer yo no era el único que había sido sometido a aquella tortura.
Acompañadme. -dijo, con una bienvenida serenidad en sus palabras, retomando el verde de sus ojos y el rojo cálido en la piel.

Varios metros de arena húmeda se extendían frente a nosotros, antes de fundirse con el ladrillo blanco que iniciaba el camino hacia aquella ciudad. Más adelante, zigzagueantes calles y pasillos de mármol grisáceo, llenos de algas y corales, se repartían por toda la ciudad.
El centauro se adelantó, y se adentró en la metrópoli. El capitán y yo le seguimos sin dudarlo. Embobados por nuestro entorno, no nos percatamos ni siquiera de hacia donde íbamos, y cuando menos lo esperamos, nos encontrábamos ante una colosal puerta, custodiada por una todavía más imponente piedra tallada, que cubría perfectamente la entrada, sin permitir el acceso ni a un sorbo de aire. Sobre la enorme losa se habían tallado unas extrañas inscripciones, parecían runas, pero vistas con más objetividad recordaban al griego antiguo, aunque enormemente desvariado y transformado.

El centauro posó sus grandes manos sobre la losa, y comenzó a murmurar algo inaudible en voz baja. De repente, la inamovible piedra se desplazó a un lado, como por arte de magia.
Corcel quedó tan atónito como yo. Recelosos seguimos al centauro, que se aventuro sin dudarlo y cruzó el umbral de aquella gran puerta.
- Por cierto, mi nombre es Cetros. –se presentó.
- Es un placer. –dije con cierta timidez.
- Corcel. – dijo el capitán.
- ¿No… no vas a matarnos? –pregunté, temeroso, ante la insoportable duda de porqué había matado a todos menos a nosotros dos.
- Todo a su debido tiempo. –dijo, y calló.
El túnel que sucedía a aquella entrada parecía no tener fin, estaba alumbrado por las extrañas luces celestes que cubrían como un mar estrellado toda la ciudad, y al parecer también su interior. Sin embargo, aquella conversación era tan prometedora que el hecho de llevar varios minutos caminando en línea recta por un pasillo infinito resultaba irrelevante.
- Pero no comprendo, Cetros –repuse. - ¿Cómo nunca nadie ha intentado colonizar esta isla? ¿Cuánto tiempo lleva esta gente viviendo aquí? Habrán sido innumerables años, para haber construido una ciudad submarina tan impresionante como esta.
- Muchos años, joven humano, que no te quepa duda. Sin embargo, el Dios del Océano custodia, al igual que yo, esta isla. Y el viento y las aguas alejan a toda embarcación de la costa. Por desgracia, el azar siempre hace inevitable que algún navío aterrice aquí. Pero por fortuna, nadie sale con vida de la isla, por eso nadie conoce su ubicación exacta.
Aquellas palabras hicieron que tragase saliva. Empecé a darme cuenta de que estaba demasiado asombrado con aquel lugar, tanto que no me había parado a pensar en que mi vida y la del capitán pendían de un hilo. Corcel escuchó aquellas palabras, y noté como empezaron a temblarle las manos. No era para menos, aquella criatura era un semidiós, no había fuga posible.
Finalmente vimos un resplandor al final del túnel, la salida.

Y al cruzar el umbral vimos algo, que por exagerado que parezca, superaba con creces el maravilloso espectáculo que acabábamos de presenciar ahí afuera.
Por lo visto, la parte de isla que había en la superficie no era ni una décima de la enorme monstruosidad que componía la isla. Recordaba a un iceberg, donde un diminuto trozo de hielo flotando a la deriva era en realidad un titánico glaciar sumergido.
Llegue incluso a pensar que la isla no era más que la cima de una montaña submarina, pues lo que vieron mis ojos en ese momento no tenía nombre:
Una cavidad cilíndrica de exorbitadas proporciones, que crecía desde las entrañas de la isla, trepando hasta la más alta cumbre subterránea. A su alrededor, infinidad de túneles, como el que acabábamos de atravesar, conectaban con distintas zonas de la isla sumergida.
Pero sin duda, lo más asombroso, era la ceremonia de color, luces y movimiento que se reflejaba en mis ojos. Montones de personas recorrían los puentes de piedra que conectaban el radio de aquel gran cilindro, otras muchas pasaban frente a nosotros, a lo lejos y cerca. Paseando de un túnel a otro, entrando, saliendo, era un movimiento frenético al cual mis ojos no daban crédito. Tiendas y mercados, viviendas adosadas a las paredes... ¡Había toda una nación en las entrañas de aquella isla! Una región, que al parecer, no distinguía el día de la noche, pues a pesar de estar la luna coronando el cielo, aquellas gentes se movían de un lado para otro como a primera hora de la mañana en cualquier ciudad del Imperio. ¡Era asombroso! Y más increíble aún era el aspecto de aquellas personas. Pues aunque mantenían muchos rasgos y la constitución de un ser humano, su piel degradaba hacia un tono azulado pálido, en lugar de tener la calidez rosada de la piel humana. Sus ojos además, eran bastante más rasgados, de enormes pupilas y largas pestañas. Pero por lo demás, eran igual que nosotros... caminaban igual, se peinaban igual... ¡hasta utilizaban textiles muy similares a los nuestros para confeccionar su ropa! Era como estar viviendo en un universo paralelo.


Próximamente, la parte 8.

Isla (parte 6)



Capítulo 6

Los ojos del centauro, verdes y brillantes como esmeraldas, se volvieron grises y apagados. Su piel, de un ocre rojizo, empezó a teñirse de negro. Las verdosas enredaderas y hojas, que cubrían su cuerpo y cornamenta, se secaron al instante, como un otoño que pasa en un suspiro.
La luz de la luna era intensa, y permitía a mis ojos ver con notoria nitidez aquel asombroso espectáculo.
A los pies del centauro comenzó a marchitarse la hierba, a pudrirse en segundos, y como una plaga negra que se arrastra por el suelo, la podredumbre que emanaba aquella criatura se extendió hasta nosotros a gran velocidad.
Los piratas que se encontraban más cerca del centauro se quedaron desmoralizados, no fueron capaces de reaccionar ante la sombra que avanzaba hasta ellos. La mancha negra trepó por sus pies, al paso que dañaba y secaba todo aquello que cubría. Las extremidades de aquellos desgraciados comenzaron a derretirse; su carne se volvió ceniza, hasta que podían verse los huesos, un instante antes de quebrarse en mil pedazos. Desde sus piernas la podredumbre recorrió, poco a poco, todo el cuerpo, hasta cobrarse hasta el último pelo de aquel pirata engullido por mil edades.
A su par, otro corsario sufría el mismo destino, y poco después otro más, que corría despavorido sin rumbo. Y así, algunos alargando su vida más que otros, finalmente todos los piratas, excepto el capitán Corcel y yo, quedaron reducidos a cenizas y hueso rotos.

El capitán y yo habíamos retrocedido más que ninguno, como los más cobardes, huimos hacia atrás, hasta que la marea nos cortó la retirada.
A nuestra espalda, el inmenso mar, y frente a nosotros un semidiós capaz de pudrir un cuerpo con la mirada…
- Escuchadme, por favor- supliqué, con la imagen de Sara en mi memoria. Pesándome la idea de dejarla sola en el mundo. Y lamentándome por no haber sido capaz de encontrarla. –he llegado aquí por accidente… yo no buscaba molestaros…
- Os equivocáis. -el poderoso centauro interrumpió mis palabras, con esa voz tan melódica e inquietante a la vez. –No ha sido ningún accidente vuestra llegada. Mientras vuestro buque navegaba cerca de mi isla, un navío pirata se topaba con un kraken. Tras una encarnizada batalla, entre fuego y acero, el coloso del mar fue derrotado y arrastrado hasta mi costa. El Dios del Océano, furioso por la muerte de su querido animal, azotó con fuerza las olas... creando una atroz tormenta. Por desgracia, vuestro barco se encontraba cerca, y la tormenta destruyó la quilla del navío, e inmediatamente lo convirtió en astillas. -su mirada cada vez era más severa. -Entenderéis ahora que el culpable de que estéis aquí, es el hombre que tenéis a vuestro lado. Su codicia y orgullo le hicieron desafiar al mismísimo Dios del Océano.
Tardé un momento en asimilar todo aquello. ¿Qué estaba intentando, volverme en contra del capitán? No tenía sentido…
- Esta isla es el refugio de un raza olvidada, expulsada por aquellos que se creen los dueños del mundo, con derecho para hacer con él lo que les plazca. Ya sea con guerras, con orgullo, o negando la propia existencia de los dioses...
- ¡Basta! ¡os equivocáis! Vuestras palabras son tan míticas como vos, no hay certeza en lo que decías. ¡No existe tal raza, los humanos no somos tan crueles! -gritó el capitán, llenándose de valor.
- Permitidme que lo niegue, capitán. Pues existe un raza tan noble y leal con la naturaleza como consigo mismos. Una raza tan humilde, que no poseen la fuerza y malicia necesaria para exterminaros a vosotros, y reclamar su merecido trono sobre la Tierra.
- Eso es mentira… ¡palabras vacías por un engendro de odio y dolor! -bramó Corcel.
El centauro alzó las manos, y con la mirada perdida en el cielo, gritó a viva voz: -¡Dios del Océano, muestra a estos mortales lo que guardan tus aguas!

La tierra comenzó a temblar, las olas bailaban bruscamente, como si el agua del mar estuviese en ebullición. En aquel momento juraría que la isla se desmoronaba, las colosales montañas que coronaban la cima me parecieron tan frágiles como un pequeño castillo de arena bajo una gigantesca ola, que era el mar.
El suelo rugía, era casi imposible mantener el equilibrio, el capitán y yo luchabamos por mantenernos firmes ante aquella hecatombe. Aquel terremoto parecía estar tragándose la isla…

Entonces la agitada marea comenzó a bajar, pero de una manera tan brusca que sentí, por un momento, como nos alejábamos a gran velocidad del mar, y nos acercábamos a las estrellas. El feroz rugido de la tierra quedó velado por el fuerte choque de toneladas y toneladas de agua que impactaban bruscamente contra el mar, como si de cataratas gigantes se tratase.
Y por imposible que pareciera, era lo que pensaba… la isla acababa de emerger, mostrando un submundo oculto bajo la isla: A mis pies, que antes los acariciaba la espuma del mar, ahora se extendían varios kilómetros de edificios blancos, que formaban una inmensa ciudad submarina.
Las construcciones estaban dispuestas de tal manera que no entrase agua en ninguna de ellas, pues todas carecían de ventanas y puertas. Sin embargo, parecían estar conectadas por laberínticos túneles que recorrían toda la ciudad y el interior de la isla. Sobre toda estructura, infinitas luces iluminaban los pasajes y esquinas de aquel fantástico lugar. Convirtiendo, durante la noche, a la ciudad en un segundo cielo estrellado.
A simple vista no se veía a nadie, pero la ciudad estaba impoluta. No parecían ni mucho menos unas ruinas... ¡aquello era mágico, una resplandeciente maravilla!
Era lo más asombroso que habían visto jamás mis ojos. Una ciudad surgida de la nada... ¡una civilización perdida, con un nivel tecnológico que les permitía vivir en un submundo ajeno a todo lo conocido!
- Ellos son como vosotros, respiran como vosotros, comen, viven, y aman... lo único que os diferencia es ese orgullo innato tan repugnante que poseeis. -dijo el centauro.
Los ojos de Corcel se salían de sus órbitas, aunque no más que los mios. No comprendía como una civilización entera podía vivir bajo tierra ¿realmente eran tan afines a los seres humanos?
Entonces recordé aquellos extraños géiseres… y efectivamente, no eran géiseres, supuse que eran los conductos que ventilaban el interior de aquel imperio subterráneo. Seguramente la isla estaba llena de ellos, y era este el modo que utilizaban para vivir bajo toneladas de tierra y agua. Era fascinante, ardía en deseos de desvelar todos los secretos de aquel nuevo mundo.


Próximamente, la parte 7.

Isla (parte 5)



Parte 5


- ¿La costa mediterránea? Antes del naufragio nosotros también frecuentábamos esas aguas, una pena que no nos hayamos visto antes por allí- bromeó, y soltó una larga carcajada.
- ¡Capitán Corcel!- exclamó uno de los piratas tras de mi, corriendo a toda prisa hacia nosotros. - He encontrado a Richmond en la antesala… ¡muerto!
En ese momento se me heló la sangre, y me comenzaron a temblar las piernas.
- ¡¿Qué?! ¡¿Cómo!? -exclamó Corcel, enfurecido.
- Tenía una herida de sable en el costado.
Inmediatamente todos me miraron a mi. No tuve el valor de devolverle la mirada al capitán.
- ¿Has sido tú?.
- Sí…-dije a regañadientes.
- ¿Cómo lo has hecho? -Aquella pregunta me extrañó, no tenía sentido, no supe qué responder.
- ¿Cómo un marinero ha matado a mi mejor hombre? Richmore era todo un experto en el arte de la espada.
Tardé unos segundos en responder: - Mi abuelo… fue asesinado cuando abordaron su barco unos corsarios, desde entonces mi padre se instruyó en el esgrima y desde pequeño me enseñó. Decía que si mi abuelo hubiese tenido unas nociones de espada, no habría muerto aquel día. –Improvisé con toda la agilidad mental que pude.
- Oh… impresionante. -pensó un momento. -¡Decidido! Ocuparás el puesto de Richmore.
Los demás piratas no parecían muy afectados por la perdida del tal Richmore, y tampoco pareció desagradarles la idea del capitán. Por ello, y sin disponer de otra alternativa, acepté la oferta.

Nos dirigimos a la playa más cercana. Allí me mostraron los restos de su barco: parte del casco, tablas, cabos, barriles y demás trastos sin demasiado valor.
- Vosotros. –vociferó Corcel, dirigiéndose a varios de sus hombres- id a aquellos árboles y traed toda la madera que podais.
- Pero… capitán, ¿y si pasa lo mismo que la última vez? –repuso uno de los brabucones.
- No me hagáis repetir el plan; estaremos juntos e intentaremos ser rápidos y prudentes. Necesitamos una base sólida para las balsas, de lo contrario será imposible salir de este infierno. ¡Daos prisa!
Y sin mediar más palabras obedecieron a su capitán.
Hasta la puesta de sol, trabajamos sin descanso en la balsas, tres en total. Alimentándonos a base de cocos y mangos, y repartiendo, a horas puntuales, la comida de un par de cofres similares al que vi en la entrada de la cueva, y del cual, por suerte, nadie me preguntó.
Y cuando la oscuridad se acrecentaba sobre la isla, los piratas comenzaron a encender una hogera junto a la playa. Nos sentamos alrededor y comenzaron a hablar, a quejarnos, y a cantar. Cantaban mal, con o sin ron, estaba confirmado.

Entonces, horas después, fue cuando ocurrió…
Un estruendo resonó en la isla, parecía el gruñido de dolor de una bestia salvaje. Pero me atrevería a decir que resultaba mucho más terrorífico.
Los piratas se quedaron inmediatamente en silencio. Y sólo se escuchaba el ulular del viento acariciando las olas del mar y el follaje del bosque. Y en un instante, esa brisa pacífica se convirtió en un viento fuerte y agresivo que apagó por completo la hoguera, y azotó con brusquedad las olas.
Se volvió a escuchar el mismo alarido furioso, esta vez más cerca, proveniente de la jungla, y a pocos metros de nosotros.
De repente, tras la vegetación y las sombras, se mostró aquello que tanto temían los piratas. En la mitología antigua, según tenía entendido, centauro sería el nombre de aquella criatura. Mitad hombre, mitad caballo. Más no era tal y como yo imaginaba a tan noble criatura; pues por su cuerpo brotaban hojas y pequeñas ramas que alcanzaban su imponente cornamenta, enredándose entre esta.
Y no eran herraduras su calzado, sino montañas de hojas que bailaban a sus pies y se movían al son de su voz, mientras hablaba:
- Vosotros, que inundáis de escombros nuestros lagos; vosotros que matáis a nuestros árboles, vosotros que infectáis la esencia del mundo. Decidme hombres, ¿A dónde debemos ir para no ser presa de vuestras hachas y de vuestro fuego?
Corcel estaba atónito, pero bien sabia que si alguien debía responder a aquellas palabras, debería ser él.
- No entiendo vuestras palabras, no entiendo vuestra pregunta, nosotros tan sólo queremos salir de esta isla. -dijo, acogiéndose a los pocos modales de los que disponía un pirata.
- Por supuesto, y es por ello que matáis a mis hermanos; vuestras hachas están sedientas, vuestras manos inquietas, actuais sin pensar, cazais sin pensar. Sois incapaces de actuar por vosotros mismos, sin tener que interferir con nosotros. Abandoné el continente hace años, huyendo de vuestra crueldad, y ahora os encuentro aquí de nuevo.
- Pero… necesitamos la madera para hacer las balsas, es el único modo...
- Del mismo modo yo puedo decir, que necesito vuestra sangre para traer paz a esta isla.


Próximamente, Parte 6.

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