Isla (parte 3)



Parte 3


Al llegar me esperaba un pequeño montículo, flanqueado por otros de menor tamaño. Parecía que se trataba de un géiser, o al menos eso parecía.
Sin embargo… aunque no me podía considerar un experto en fenómenos de ese tipo, tenía entendido que los géiseres se formaban en zonas volcánicas, o en lugares donde el agua que fluye por el subsuelo alcanza altas temperaturas. Sin embargo, y mirando a mi alrededor para cerciorarme de ello, las montañas que alzaban la cima de la isla no eran demasiado grandes, y no parecían ni mucho menos volcanes. Y para mayor asombro, aquellos orificios de geiseres estaban demasiado cerca de la playa. Era absurdo, nada tenía sentido. Eso me recordó el gigantesco ser marino que se estaba pudriendo al sol unos cuántos kilómetros tras de mi.
Retrocedí hasta el muelle, había esperado un buen rato a que se repitiese otra fuga de agua caliente, pero no tuve tal suerte.
Cubriendo mi vista del sol, con mi mano, escruté el horizonte marítimo desde los muelles. Esperanzado, buscaba velas blancas, unas velas que no aparecieron. Después continué examinando la lejanía de la isla y pude ver a mi derecha, por la zona que continuaba por la playa, una zona rocosa con un alto abrupto, muchísimo más alto que el acantilado sobre el que pasé la noche. Y en la cumbre, habría jurado ver a una persona moverse y desplazarse hasta el interior.
Pero algo me decía que era una ilusión, que estaba volviéndome loco, y tanto el leviatán, como los géiseres, el muelle fantasma y aquel personaje, no eran más que un espejismo, un juego de mi angustiada imaginación.

De todos modos no tenía nada mejor que hacer, y me aventuré hasta el escarpado acantilado.
Con gran dificultad alcancé la cumbre, la cual me deleitó con una montaña de comida frente a la entrada de una cueva. También había un barril, y varios trastos a sus pies, entre ellos una espada oxidada. Pero lo más increíble, sin duda, era el manjar de carne, verduras y frutales que brotaban de un viejo barril.
No me paré a pensar si aquello tenía dueño, y aunque lo tuviese tampoco me iba a importar. Comí como un animal, devoré aquellos bienes, hasta el último grano de maíz que se ocultaba en el fondo del cofre.
Cuando me regocijé lo suficiente, tomé la espada, acompañada por un cinturón con su funda, y lo dispuse como parte de mi atuendo.
Rápidamente me adentré en la cueva, en busca de aquella misteriosa persona.
A unos pocos metros del túnel rocoso se abría una imponente gruta, el túnel continuaba al cruzar dicha cavidad, y en mitad del camino estaba aquel personaje.
Era un hombre, con un atavío andrajoso y cabello desaliñado. Tenía un aspecto deplorable, casi tanto como el mío. Sin embargo no parecía ser un naufrago, más bien recordaba a uno de esos pescadores de alta mar que pasan semanas, incluso meses, vistiendo la misma ropa. Más no recordaba haber visto ningún pescador armado, y de serlo, este lo estaba. Una espada reposaba en su cinto.
Él me vio, y se cruzaron nuestras miradas. Quise decir algo, pero no encontraba palabras, quizá llevaba demasiado tiempo sin hablar.
Él sin embargo si reaccionó, aunque no del modo que esperaba, y sin mediar palabra se lanzó contra mí, desenfundado y blandiendo con énfasis su espada. El diálogo no tenía cabida en ese instante, al menos no antes de haber desenfundado mi arma, para detener su acometida.
Aguanté sus sablazos y estocadas con destreza, mientras simultáneamente pensaba en cómo terminar aquel enfrentamiento con palabras. Pero aquella persona no parecía dispuesta a dialogar, iba a matar. No tardé mucho en decidirme en luchar en serio, y convertir mi defensa en contraataque.
El batir metálico resonaba en la estancia, con un profundo eco en la lejanía. No perdía de vista los ojos del enemigo, cuya violenta perseverancia me inquietaba cada vez más. El intercambio de golpes no iba a cesar fácilmente.

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